Existen muchas dudas respecto a qué seres vivos son capaces de experimentar el miedo. La teoría más aceptada propone que serían aquellos organismos con un cerebro y sistema nervioso más desarrollados, o en otras palabras: Los mamíferos.
Vayamos más lejos que la simple suposición de que el miedo es provocado por una masa de tejido y señales eléctricas pues también es una compleja respuesta psicológica que implica cierto razonamiento del peligro, es paralizante y también funciona como un potente motivador. Es parte de nuestro instinto animal básico para sobrevivir en la naturaleza y no es para nada exclusivo del ser humano, pero nuestra especie le ha otorgado un significado aún más profundo que la simple supervivencia pues lo ha racionalizado, le ha dado un valor y simbolismo diferente en cada una de sus culturas. Hemos hecho del miedo algo muchísimo más complejo, pues la mayoría de las veces nos encontramos sintiendo miedo por cosas ajenas a la supervivencia.
Caminamos por este mundo temiendo a lo desconocido, a aquello que rebase nuestra experiencia, y no existe algo más desconocido que lo que concebimos como el cese de la existencia.
Vagando por los rincones más oscuros de nuestro pensamiento hemos tratado de darle un significado y propósito a nuestra brevísima estancia en esta cosa –incómoda para muchos– a la que nuestro atolondrado cerebro decidió definir como realidad. Pocos conceptos tan subjetivos y originales hemos creado como éste, y curiosamente, sin procurar formar un significado propio de lo que entendemos por realidad –y lo mucho que aportamos a ella–, solemos temer a sus cambios y a su pronto e inesperado fin.
Preferimos evadir el tema y la responsabilidad que conlleva el responder esas preguntas y dejamos las respuestas a lo que consideramos una conciencia supuestamente superior a la nuestra; tal vez es la razón fundamental por la que hemos encontrado cobijo en la religión. Ciertamente, la religión nos regala una posición cómoda que nos exime de tomar decisiones bajo nuestro propio criterio y voluntad, reemplazándolas –en lo general– por insípidas dualidades que hasta hoy día tanto daño provocan al distanciarnos por simples diferencias de opinión. Sabemos bien que la muerte ha sido tomada como rehén por muchas instituciones religiosas a lo largo de la historia, dándole un nuevo y precioso concepto al cuál aspirar –como muchas cosas en nuestra bellísima sociedad contemporánea–: La salvación, para ahora no sólo temerle a la muerte, sino a la vida misma.
La comodidad de relegar nuestro criterio y decisiones se torna peligrosa. Me viene a la mente una anécdota muy personal cuando falleció mi abuelo materno. Mi mamá deseaba tanto organizar una misa en una iglesia católica cercana a nuestra casa, pero no pudo ser, pues la tarifa del padre para organizar tal conferencia con el todo poderoso para suplicar por sus favores era excesiva. ¿Alguien tendrá el WhatsApp de Dios? Sin duda sería más económico saltarse al intermediario y mi madre podría tener su fe en paz nuevamente. Pero no caeré en el insulso error de afirmar que esas instituciones son las culpables del terror que sentimos hacia la muerte pues como cualquier vicio en nuestra civilización, parte de nuestra conducta, dogmas y paradigmas.
Pocas cosas pueden afectarnos tanto como perder a un ser amado, su calidez, su amor, su compañía, sus enseñanzas; saber que esa persona no volverá. Tal vez una de las cosas más recurrentes en mi cabeza en este momento es el remordimiento, el no haber compartido más con esa persona, el saber que faltó algo qué decir, algo qué expresar. Sin duda es otro descuido de responsabilidad, pero sobre todo de afecto, al que nadie conscientemente quiere faltar. Sin embargo, continuamos dando por sentadas a todas esas personas y situaciones, ya sea por ego, comodidad o simple disponibilidad.
Todo termina, el universo lo dicta así. El ser humano tiende a creer que siempre habrá tiempo, hasta que un día, ya no hay más.
Durante nuestra existencia hemos conocido infinidad de personas que nos han regalado experiencia, momentos, pero sobre todo tiempo, que es la única cosa que jamás podrán recuperar y que amablemente decidieron invertir en nuestra compañía. A veces me pregunto cuántos de esos rostros que he conocido –a los que por un motivo u otro les perdí la pista– siguen aquí. Sin duda muchos vendrán a tu memoria tanto como a la mía. ¿Cuántos más y por cuanto tiempo conoceré? Esto incluso me ha ocurrido caminando por la calle, sin saber nada más que el rostro del desconocido con el que mis ojos cruzaron la mirada.
El «siempre» es un concepto poco más subjetivo que la realidad, totalmente antinatural e inexistente, creado para tranquilizar nuestra consciencia. Lo que consideramos como «nunca» es probablemente la única cosa que «siempre» llegará.
Miguel Huezo Mixco en su poema Si la muerte expresa grandiosamente en tan sólo una fracción de palabras lo que yo humildemente quise comunicar. Les comparto su obra en la interpretación poco convencional de Diamanda Galas:
Celebremos pues estos maravillosos días recordando a esas personas que tanto nos dieron. Me inclino por la celebración del Día de Muertos más que por el Halloween, y no por un falso sentimiento nacionalista. No. Lo hago porque a diferencia del Halloween –tradición anglosajona que consiste en ahuyentar a los malos espíritus– el Día de Muertos convoca a nuestros seres queridos para poder compartir con ellos nuevamente.
Aquí no celebramos a las malas vibras.
Cuídense y cuiden de alguien más.
Ojalá la vida nos regale otra oportunidad de encontrarnos.
–LvyZ