Sábado por la noche. Hoy hace nueve días que falleció mi abuelito. Tenía 88 años y, después de tres semanas en el hospital (dos en terapia intensiva), le llegó su momento de morir. Lo quiero mucho, y a nueve días lo extraño. Nunca tuvimos una relación muy abierta o expresiva. Era un hombre serio; sus últimos años, en específico los cinco posteriores a una operación en que casi muere, fueron de ver a un hombre enfrentarse con un mundo que le era cada vez más ajeno, y en el cuál cada vez se sentía más fuera de lugar.
Nunca me negó una conversación; siempre estuvo abierto a compartirme sus historias, sus vivencias y sus puntos de vista. Hombre firme, de quien siempre me llevaba algo de quien era. En muchos aspectos me formó como la persona que soy. Si algo me falto tal vez fue ser más abierto y comprensivo con él. Durante el último año posterior a su muerte, me costó mucho trabajo ver las cosas como él las veía. Me alejé porque no quería verlo decaerse de esa manera.
Llueve torrencialmente. Rayos y truenos escriben, junto a la caída de la lluvia, una sinfonía tétrica. El día que falleció mi abuelito llovía así. Me gusta pensarlo como un simbolismo: justo en el momento de última vida, dicha lluvia representó el brío y la vitalidad con que mi abuelito llegó a su muerte. Pareciera que se sincronizó, que quiso que su muerte fuera acompañada de un gran estruendo que la anunciara, una gran salida.
Contemplando esto en relación con la decadencia en que lo vi entrar, me parece más bien una cosa estratégica: se guardo para irse en estilo. Durante su vida fue centro de atención. Comunes fueron las historias que giraban en torno a su persona como anfitriona, como alguien que podía obtener un favor para un amigo, como alguien que estaba siempre en el momento indicado, en el lugar idóneo.
Me encuentro con su cadáver. Siempre fue alguien callado, pero ahora sé que no hay forma en que responda a lo que diga. Mientras mi abuelita y mi mamá rezan al píe de su cama por el descanso de su alma, y mi tío lo contempla al otro costado, me paro frente a él. Veo su cuerpo recostado, tapado. Terminan de rezar y me acerco a su costado, le digo unas palabras, lo contemplo. Su cara no expresa dolor, sino alivio. Sus ojos, abiertos, mantienen un brillo que le da un aspecto vital, irónicamente.
El domingo anterior a su muerte hablé con él por última vez. Estaba en terapia intensiva y después de una tarde en el hospital, donde me di cuenta que no hay lugar más inhumano que ése, pude pasar a verlo. Al principio tuve que contener y tragarme todas las ganas de quebrarme al verlo en ese estado. No iba a desperdiciar la oportunidad de convivir con él lloriqueando y blasfemando a los cuatro vientos. Afortunadamente, al verlo, todo eso pasó de lado. Los días anteriores se nos reportó ligeras mejorías en u persona, así que al verlo y constatarlo se alivió mi intensa persona.
Fue una plática peculiar. Le comenté que la familia estaba reunida y todos estábamos preocupados por él. De ahí pasé a comentarle respecto de mis últimos días en el trabajo, plática rutinaria. Poco a poco fue reaccionando ante mi presencia: primero con nerviosismo al no ubicarme, y luego con tranquilidad al ubicarme y verme a los ojos. No podía hablar, no se lo pedí evidentemente. Sin embargo emitió un ligero sonido. Respondía a mis palabras a través de sus ojos. Durante el tiempo que estuve con él se mantuvo estable en sus signos vitales, así que no hubo contratiempos.
También hablamos de beisbol. Su mayor pasión, deporte que practicó y que siempre le interesó. Era el deporte inteligente para él. Su memoria al respecto era un verdadero museo: datos, fechas, jugadores, equipos, todo al respecto. Algo gracioso: había cancelado el servicio de televisión por cable que tenía al acabar la temporada de beisbol estadounidense, y ahora que iniciaba lo quería contratar de nuevo. Se compró incluso una pantalla nueva para ese fin. No sabíamos que no llegaría a ver otro partido, en ninguna forma.
Después de un rato me despedí de él, y salí con la seguridad que saldría adelante. Equivocado estaba.
Al final lo que le dije al estar a solas con él en su cuarto, ya en condición de cadáver, es que se lleva una parte de nosotros, y nosotros nos quedamos con una parte de él. Seguirá viviendo en nosotros. No vivirá en el recuerdo, porque eso es matarlo. Vivirá en la continuidad de nuestras acciones, de nuestras experiencias, pues muchas de ellas tendrán impreso aquella parte suya de la cuál nos formó y nos hace ser quien somos.
De mi parte, sé que vivirá en mí no sólo con estas palabras, sino también en los pasos que doy en mi vida profesional. Muchas cosas de política que no se aprenden en el aula, las aprendí con él. Mucho de mi apreciación por el deporte, por la amistad, por el vivir, por la cuestión de la religiosidad, son partes de él que día a día ejerzo, y que me permiten enriquecerme. No quiero decir que seré mi abuelito, más bien seré un digno nieto suyo.
Y mientras tanto, él ya descansa.